Por María Eugenia Reátiga Hernández
Profesora del programa de Psicología
mreatiga@uninorte.edu.co
Conviene empezar por delinear el concepto de salud mental, el cual depende del paradigma desde el cual se comprenda, que lejos de ser neutral, es marcado por las presiones y fuerzas del contexto y la época. La salud mental, dice la OMS, se relaciona con un estado de bienestar en el cual el individuo es consciente de sus propias capacidades, puede afrontar las tensiones normales de la vida, trabajar de forma productiva y fructífera, y es capaz de contribuir a su comunidad. Enfatiza en que la salud es bienestar a nivel físico, mental y social y que esta debe ser positiva y real; mucho más que ausencia de enfermedad.
¿Quién no tiene alguna condición anómala a nivel físico o mental? ¿Gozamos de total bienestar, siempre? Si no estamos en algunos de los cuadros dictados por el DSM (Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales), ¿estamos llevando una vida cualitativamente digna y humana? Es difícil contestar que sí, y qué podría decirse de esos grandes espíritus que, aunque tuvieron que lidiar con el trastorno mental grave, brillaron desde el punto de vista humano y asumieron su condición de padecer un trastorno; hicieron un importante aporte a la humanidad y continuaron creciendo?
Quizá debamos, al menos, relativizar el paradigma y entender que lo que nos hace mejores como humanos no es la presencia o ausencia de trastornos, sino el acercarnos al ideal de conocernos y estar a la altura de nuestras circunstancias.
En general, el mundo entero está sufriendo mucho. Los trastornos por depresión, por ejemplo, nos devoran. No podía ser diferente, dados los tiempos actuales de competencia extrema, de productividad centrada en el resultado económico, de mentalidad efectista y de deshumanización que vivimos.
Se ha llegado a comprender que el trastorno mental es un fenómeno complejo, en el que intervienen múltiples factores, tanto biológicos como sociales. El ser humano es uno, su biología está sujeta a factores y tensiones del contexto. Se ha constatado, por ejemplo, que el trauma modifica la estructura cerebral en los niños.
EN COLOMBIA SOLO EL 37,5 % DE LAS PERSONAS CON TRASTORNOS BUSCAN AYUDA. EL RESTANTE NO LO HACE POR RAZONES DE ACTITUD, ES DECIR, POR TEMORES Y PREJUICIOS. AQUÍ ENTRA EN JUEGO EL PAPEL DEL “TABÚ” QUE HA ENVUELTO LA NOCIÓN Y LA REALIDAD DEL TRASTORNO MENTAL.
Del mismo modo, la disposición biológica determinarán el grado de vulnerabilidad a las presiones del contexto. Los trastornos mentales no son una variante de una enfermedad orgánica. Son, en gran medida, la forma como se sobrevive a un contexto amenazante. No obstante la complejidad del fenómeno, se incurre en la naturalización o reduccionismo del mismo, considerándolo un asunto exclusivamente orgánico.
Al naturalizarlo, se deja de mirar la historia y el contexto del trastorno. Y es que, si hay algo que nos construye es la historia vivida; el sentido que le demos a esta y la posibilidad de ser. En consonancia, la ONU sostiene que no es medicación, sino mayor igualdad social y un contexto de apoyo y seguridad lo que se necesita si queremos promover la salud.
Por lo demás, históricamente, el trastorno mental ha sido objeto de la proyección masiva de los más profundos terrores del alma colectiva. El estigma y los prejuicios han envuelto el concepto. El estigma genera rechazo, distancia social y nos permite ubicarnos en el lado “deseable” y al que sufre el trastorno en el banquillo del “otro” despreciable.
Así, ni a la persona que la sufre, ni a sus familiares, ni a la sociedad, les es fácil reconocer que existen los trastornos mentales y que estos aumentan de manera abrumadora. En Colombia, la tercera causa de muerte entre los jóvenes adolescentes es el suicidio, según el Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses (2016) y la segunda en el adulto joven; pero solo el 37,5 % de las personas con trastornos buscan ayuda. El restante no lo hace por razones de actitud, es decir, por temores y prejuicios.
Aquí entra en juego el papel del “tabú” que ha envuelto la noción. El estigma alrededor del trastorno mental dificulta que la persona en tal condición haga conciencia y pida ayuda; dificulta la aceptación del problema en la familia y con ello los apoyos requeridos en la dinámica familiar. Cuanto más tarde se ofrezca la atención, más sombrío será el pronóstico, mayor será el deterioro y el sufrimiento. Finalmente, el estigma y el rechazo representan una de las mayores dificultades que debe enfrentar quien padece un trastorno. ¿Por qué se hace tan difícil reconocer que tenemos dificultades emocionales? ¿Por qué la resistencia y la dificultad en pedir ayuda?
Probablemente tenga que ver con factores económicos —a mayor pobreza, mayor desamparo, desorganización, puesto que la vida se educe a sobrevivir—; educativos —a mayor educación mayor racionalidad frente al problema— y, especialmente, con lo que se ha llamado la “propaganda mental”, concepto acuñado por Donald Meltzer, para referirse a la regulación que la cultura —los medios de comunicación, la mentalidad colectiva, en general, con sus valores y lógicas imponen sobre los sentimientos individuales.
Desde lo colectivo se nos indica qué debemos sentir y qué no, cómo debemos sentirnos; qué nos hace felices; cómo debemos ser, qué es lo que debemos soñar y buscar en la vida y cómo obedecemos y nos aferramos a esos dictados, alejándonos así de nuestras reales fuerzas y alarmas: los sentimientos propios.
El resultado final es que estamos conformes con los dictados que la sociedad impone, pero alejados de nosotros mismos. Quizá necesitemos estar más en contacto con nuestros sentimientos, siendo más reales y auténticos. La salud está ligada al contacto con nosotros mismos y la aceptación de lo que realmente somos y sentimos. Significa abrirnos al dolor, la frustración, la incertidumbre y la desintegración y aprender de ellos. Desde aquí podremos tener relaciones más sanas y reales —más saludables y enriquecedoras— con el mundo, con la vida y con los otros.