Investigadoras de la Universidad del Norte se sumergieron en las vidas de un grupo de niños, niñas y sus cuidadores, víctimas de desplazamiento forzado y procesos de reubicación intraurbano. ¿Qué les impide sentirse apropiados de sus nuevos hogares y formas de vida? ¿Es posible romper con el círculo de la violencia y la pobreza? ¿Cómo sanar el dolor y escribir otra historia? A través del Programa de Recuperación Psicoafectiva encontraron las respuestas.
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Por Carolina Gutiérrez
carogtorres@gmail.com
“Lo que extraño de la invasión: extraño a mis amigas, mi felicidad, jugar, comer helado, extraño todo, porque a veces me siento sola y triste. Lo que no extraño: algunos primos no los extraño porque fueron malos conmigo, los animales que salían, culebras y sapos en la casa. Una vez haciendo aseo salió una culebra debajo del colchón”.Estas palabras son de una de una niña de 9 años que vive en Villas de San Pablo, una urbanización de viviendas de interés social ubicada al suroccidente de Barranquilla. Allí residen familias que cargan historias de profunda violencia: desplazamientos forzados del campo, desplazamientos y procesos de reubicación en la ciudad durante olas invernales, desalojos de zonas de invasión por la construcción de obras o por amenazas
La niña dio este testimonio en una sesión del Programa de Recuperación Psicoafectiva de la Universidad del Norte que se implementó con niños, niñas y sus cuidadores, habitantes de Villas de San Pablo y víctimas de desplazamiento forzado. Un objetivo de este proceso era comprender por qué algunas personas, como aquella niña de 9 años, no se sentían parte de esa comunidad ni lograban apropiarse del nuevo hogar, a pesar de que sus condiciones de vida habían mejorado notoriamente. ¿Por qué seguían añorando y recordando con nostalgia la antigua vida en las “invasiones”? Más allá de este hecho particular, desde este programa se quería realizar una radiografía de la salud mental y emocional de esta población y, posteriormente, hacer una intervención que permitiera romper con los círculos de traumas y violencias transgeneracionales que acarrean, consigo, las víctimas de desplazamiento.

El Programa de Recuperación Psicoafectiva tiene sus bases en la psicología dinámica.

Está construido a partir de técnicas lúdico-educativas dirigidas a niños, niñas y sus cuidadores, que han tenido interferencias en el desarrollo o han vivido experiencias adversas que pueden afectar su salud mental, como el desplazamiento forzado. Estas técnicas fueron validadas por medio del Programa de Desarrollo Psicoafectivo y Educación Emocional, Pisotón, que es resultado de la investigación doctoral de una psicóloga apasionada por la educación afectiva. Ana Rita Russo de Vivo desarrolló este programa entre 1990 y 1997, mientras realizada su doctorado en Filosofía y Ciencias de la Educación en la Universidad de Salamanca de España. En la génesis de su idea había dos preguntas: ¿Es posible prevenir trastornos emocionales si se acompaña a niños, niñas y sus familias en sus crisis de desarrollo, para que reconozcan sus emociones y aprendan a regularlas? ¿Es esto posible, a pesar de que vivan en escenarios de pobreza y violencia? El programa de la profesora Ana Rita, hoy directora de la Maestría en Psicología con énfasis en Psicología Clínica de la Universidad Norte, ha capacitado a unos 26 mil profesores, agentes educativos, líderes y lideresas; y ha impactado a más de cinco millones de niños y niñas en Colombia, México, Ecuador, Panamá y Bolivia.
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Para su desarrollo, Pisotón utiliza conferencias, talleres, cuentos, psicodramas, juegos y relatos vivenciales. En una de las sesiones en la urbanización Villas de San Pablo se les pidió a los niños y niñas dibujar sus historias de vida. Allí, la niña de 9 años plasmó ese sentimiento de nostalgia que luego verbalizó frente a todo el grupo. Su relato no es una extrañeza dentro de poblaciones que han vivido este tipo de violencias. Un grupo de investigadores de la Universidad Surcolombiana –Julián Vanegas, Carlos Bonilla y Leydi Camacho– encontraron que niñas y niños desplazados manifiestan sentimientos y expresiones ambivalentes, que oscilan entre el placer y el displacer, sobre su nuevo entorno.
“Así la invasión no tenga las condiciones mínimas para vivir, era su lugar, donde fueron acogidos. Si bien, en el caso de Villas de San Pablo, son niños y niñas que no vivieron directamente el desplazamiento del campo, sí son desplazados urbanos, siguen movilizándose y esto genera inestabilidad económica, síquica, emocional; rupturas. Aquí, lo vincular cobra más relevancia que las mismas necesidades básicas. Se están rompiendo relaciones, experiencias, lo vivido”,explica la sicóloga Liceth Reales Silvera, coordinadora de Investigación y Publicaciones del Programa Pisotón.
Esto es coherente con otros estudios que han mostrado que así los niños y niñas no hayan vivido directamente el hecho traumático del desplazamiento, sí encarnan los obstáculos y las carencias de la nueva vida en la ciudad, como el estrés de sus padres y madres por problemas psicológicos y económicos.
 
El miedo y la desconfianza fueron las emociones y sentimientos más comunes en los participantes de los talleres de Villas de San Pablo. Precisamente, la intervención de Pisotón apunta a afianzar los lazos y las interacciones familiares y comunitarias, rotas por las violencias. La familia y la comunidad son“los factores de protección más relevantes en la infancia incluso cuando hay carencias en el entorno”, escribieron Ana Rita Russo de Vivo, Liceth Reales Silvera y Laura Margarita Doria Falquez, en el artículo “Condiciones de vida después del desplazamiento forzado: Experiencias y percepciones de niños, niñas y sus cuidadores” publicado en la revista Psicoperspectivas.
Uno de los principales hallazgos de este trabajo con 25 niños, niñas y cuidadores de Villas de San Pablo, señala que “las condiciones de vida adversas y la inestabilidad económica son una de las consecuencias intergeneracionales más salientes
del desplazamiento forzado... esto tiene un impacto en los diferentes contextos en los que interactúan niños, niñas y sus cuidadores. Además, se encontró que las dinámicas familiares están permeadas por el abandono y la violencia. Los resultados apuntan a que las consecuencias del desplazamiento son intergeneracionales, exponiendo a las familias a interactuar en contextos que pueden afectar en su capacidad para promover el sano desarrollo de los niños y niñas”, se lee en el artículo citado.  

En Colombia, las interferencias más frecuentes en el desarrollo son las situaciones de agresión o maltrato (35 %), el abandono o negligencia (27 %), el desplazamiento forzodo (23 %) y el abuso sexual (15 %), según hallazgos del Programa Desarrollo Psicoafectivo y Educación Emocional de la Universidad del Norte, en sus investigaciones “Resultados de la implementación del Programa de Desarrollo Psicoafectivo y Educación Emocional en la Primera Infancia (2013-2014)” y “Estudio longitudinal para el diseño del programa de intervención para la Recuperación Psicoafectiva (2014)”. Cuanto más temprana es la intervención psicológica, mayores son los efectos positivos en la salud mental y la calidad de vida, resaltan las investigadoras.

“Por más dificultades que encontremos en el camino es posible revertir el daño causado”, dice Liceth Reales.

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¿Qué les dejó la guerra a los niños, niñas y adolescentes de Colombia?

“A los trece años un comandante de las FARC empezó a llegar a la casa y le decía a mi mamá que yo estaba muy buena, y yo decía: ‘Pero ¿buena para qué?’. Yo tenía a mi hermano mayor alma bendita, que en paz descanse, y él me decía: ‘Ese verraco guerrillero no viene a cosas buenas’. Pues uno muy niño, uno inocente, no entendía lo que él decía. Y luego empezó a traerme galletas, bombones, y yo recibía esos dulces y les daba a mis hermanitos. A veces no quería recibir porque me daba pena, pero mi mamá decía: ‘Recíbale’, y yo le recibía. Él siempre decía: ‘No, es que esta china está muy buena y me la voy a llevar’. Entonces fue cuando empezó a llegar como a la una, dos de la mañana. A buscarme. Apenas tocaban la puerta, mi hermano decía: ‘Llegaron por usted. ¡Venga, escóndase!’. Yo no sabía por qué me escondía, pero le hacía caso porque era mi hermano mayor. A los dieciocho años, ante tanta presión y persecución, me fui para Bogotá”.

Este es uno de los relatos recogidos en el capítulo “No es un mal menor. Niñas, niños y adolescentes en el conflicto armado” del Informe Final de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición, presentado a la sociedad el 28 de junio de 2022. La guerra obligó a millones de niños, niñas y adolescentes a escribir relatos de desarraigo, destierro, abandono y renuncia, como este. La Comisión de la Verdad señala que entre 1985 y 2019 un total de 7’752.964 personas tuvieron que desplazarse a la fuerza en Colombia, huyendo de la guerra. De ellas, 3’049.527 eran niños, niñas y adolescentes que tuvieron que dejar el colegio, los amigos, las rutinas de juego, la cotidianidad, para adentrarse en un mundo de incertidumbres, vacíos, carencias. Esta realidad sigue vigente: 139.842 niñas, niños y adolescentes fueron desplazados entre 2020 y 2021, según el Informe Final.  

“En edades en las que la educación, la recreación y el juego deberían ser parte fundamental de su cotidianidad, las niñas, niños y adolescentes tuvieron que ocuparse de conseguir lo necesario para sobrevivir, pues, en muchos casos, los lugares a los que llegaban no estaban preparados para recibirlos”, señala la Comisión de la Verdad. Resalta, además, que, aunque desde 2004 cuando la Corte Constitucional declaró el estado de cosas inconstitucional para las víctimas de este tipo de
violencia, a través de la Sentencia T-025 de 2004–, el Estado colombiano “ha creado diferentes herramientas para atender a la población víctima de desplazamiento, estas no han sido suficientes para reparar, proteger y garantizar los derechos de las niñas, niños y adolescentes desplazados”. Y puso la lupa sobre la falta de atención psicosocial a este grupo.  

Ese vacío ha sido histórico. Fue precisamente, desde allí, que la profesora Ana Rita Russo empezó a imaginarse y a construir una idea para suplir esa ausencia: un programa dedicado no solo al diagnóstico sino a la recuperación psicoafectiva de personas víctimas de experiencias violentas, de niños y niñas que están en capacidad de escribir una historia diferente. “Los niños y niñas son receptores de la herencia psíquica de los padres. Aunque no vivieron el desplazamiento esa herencia de los padres genera una identificación, un proceso en el que los niños hacen suya esa experiencia. Esa identificación los lleva a defenderse generacionalmente, incluso en ambientes buenos. Aquí nace la pregunta, ¿cómo resignificar estas representaciones que no son realidad?”, apunta la profesora Ana Rita Russo.    

A continuación, resalta que es posible evitar que esas violencias dejen huella en la estructura mental de niños y niñas. Su herramienta: la educación emociona. “Hasta los 8 años, la manera de reaccionar
frente a este tipo de experiencias no necesariamente representa un trastorno sino una defensa inadecuada, pero cuando esas defensas se amalgaman se convierten en estructurales mentales. Con Pisotón queremos evitar llegar hasta allí”, dice. Luego explica que la educación emocional es un camino que permite trabajar por la autoestima, el reconocimiento de emociones en sí mismos y en otros, la expresión de sentimientos, el control interno, el desarrollo de habilidades sociales, la responsabilidad compartida, la solución de conflictos.

En el caso de las familias desplazadas de Villas de San Pablo un megaproyecto de interés social de la Fundación Santo Domingo, se le pidió al equipo de Pisotón, por medio del Programa de Educación Psicoafectiva, mediar para comprender ese sentimiento de no pertenencia. “Nos encontramos con que las personas seguían arraigadas a una percepción de persecución, a una idea de ‘otra vez voy a ser desplazado. Y, antes de que me desplacen, saco las garras para defenderme’.  Había una ansiedad entre los vecinos que los niños recibían. Nuestro diagnóstico es que era necesario resignificar. Era necesario expresar lo que vivieron pasivamente para no defenderse a través del miedo activamente, como dice la Comisión de la Verdad”, asegura Ana Rita Russo.

Una segunda oportunidad

“Nos llevaban en una camioneta al Bienestar (Instituto Nacional de Bienestar Familiar), porque mi mamá peleaba con mi papá. Mi abuela nos reclamó y esa fue mi segunda oportunidad”, contó un niño de 10 años en Villas de San Pablo. “Usted ya sabe que yo a veces estoy triste porque a veces yo odio a mi mamá. Lo que ella hizo está mal. Ella, cuando yo era pequeña, no me alimentaba. Sí, yo tuve una oportunidad porque mi mamá, pues, mi abuela, me ayudó muchísimo, me dio una casa”, narró una niña de 9 años.
Después del desplazamiento vino el abandono, la violencia, el maltrato físico y la pobreza. Estas fueron las subcategorías más reiterativas en los discursos de los participantes. “Los resultados apuntan a que las consecuencias del desplazamiento son intergeneracionales y crónicas ya que continúan afectando tanto el contexto como las relaciones proximales de niños y niñas y sus cuidadores. Las consecuencias del fenómeno del desplazamiento pueden permear las relaciones familiares, generando dinámicas disfuncionales y estilos de crianza desadaptativos”, se lee en el artículo
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“Condiciones de vida después del desplazamiento forzado: Experiencias y percepciones de niños, niñas y sus cuidadores”. Este texto concluye que “el desplazamiento forzado es un generador de carencias en todas las necesidades básicas del ser humano y por lo tanto de pobreza”.
Pero, nuevamente, como lo señalan las investigadoras Ana Rita Russo y Liceth Reales Silvera, es posible revertir el daño, tener una segunda oportunidad. ¿Cómo? “La transmisión transgeneracional es una presión identificatoria que hacen los papás hacia los niños y que interfiere en su desarrollo. El programa plantea un rompimiento de esas representaciones negativas” señala Ana Rita Russo. El principal instrumento para lograrlo es la palabra. Recordar, reconocer y nombrar, para no repetir.
“Cuando los padres pueden poner en palabras lo que les pasó, se dan cuenta de que lo que están viviendo sus hijos son representaciones instaladas por ellos mismos. Eso permite no seguir transfiriéndoles a sus hijos unos sentimientos que les corresponden a ellos como padres”, dice la profesora Ana Rita Russo. “Cuando se expresa lo que se sintió es posible hacer una resignificación de lo vivido. Ponerlo en palabras, verbalizar ese dolor, es muy importante para romper esa cadena de repetición de las experiencias violentas. Es la palabra la que organiza, la que ordena, la que sana”, complementa Liceth Reales Silvera. Ese viaje al pasado, ese reconocimiento del daño vivido pero, también, de las resistencias y las maneras de sobreponerse, es un camino a la sanación. Y la sanación de los padres, las madres y los cuidadores es, al mismo tiempo, una segunda oportunidad para esos hijos e hijas.
Pisotón escucha. Pero también entrega herramientas para que las familias y las comunidades puedan seguir trabajando en la construcción de otro futuro. “El sistema familiar puede actuar como amortiguador ante los efectos adversos del desplazamiento, sobre todo cuando existe integración comunitaria. Se ha encontrado que el capital social, entendido como las relaciones y el apoyo percibido dentro de la comunidad, es promotor de la resiliencia”, se lee en el artículo de Russo de Vivo, Reales Silvera y Doria Falquez. Las investigadoras insisten en que la familia, la comunidad y la escuela, son una fuente para resurgir, así como esas abuelas lo fueron para esos niños y niñas.
La necesidad de intervenir para sanar emocionalmente a esta población es irrebatible. Sin embargo, la Comisión de la Verdad llama la atención sobre otras necesidades que deben ser atendidas para que estas familias puedan rehacerse. Los resultados de Pisotón han mostrado, por ejemplo, que uno de sus grandes obstáculos para un desarrollo sano es la inestabilidad económica.  El capítulo de niños, niñas y adolescentes de la Comisión de la Verdad señala: “las personas menores de dieciocho años casi siempre llegaron a zonas marginales donde encontraron nuevos riesgos y vulnerabilidades, como el desempleo, las pandillas o el microtráfico de drogas. Con sus recursos personales, académicos y laborales no lograron condiciones para vivir de manera digna, pues en muchas ocasiones las familias desplazadas de territorios rurales no pudieron reproducir en la ciudad sus conocimientos sobre siembra o cuidado de animales, lo que los excluyó del mercado laboral y los obligó a incursionar en actividades nuevas o informales. Todo esto agudizó las penurias económicas y los hizo vulnerables a la pobreza crónica”.
Sin duda, el país tiene una deuda con esos casi 8 millones de colombianos que tuvieron que dejarlo todo para escapar de la guerra. Y en ese escenario, Pisotón está ofreciendo una segunda oportunidad para que esas personas no se queden ancladas al dolor y a la desesperanza. Para que vuelvan a creer.