Ramón Illán Bacca, el gran amigo
El profesor de literatura de Uninorte por más de cuatro décadas, escritor y periodista cultural, murió este fin de semana. Presentamos una semblanza de lo que fue en vida y cómo lo recordaremos en esta universidad que siempre fue su casa.
Quienes conocieron a Ramón Illán Bacca o se lo cruzaron en algún momento de sus vidas, así sea en la conversación de un pasillo, saben que era un tipo bastante parlanchín. Un ser genuino que sabía cautivar con la sencillez de su personalidad y la nobleza con la que abría su corazón a los demás. No es casualidad que, por estos días, luego de conocerse la noticia de su muerte, el domingo, 17 de enero, muchos han rememorado algún episodio muy propio de Ramón en los que salía a brote esa característica suya de hacerse sentir cercano.
Incluso, era muy normal que quienes lo buscaban para hacerle un perfil o una entrevista terminaban metidos en la historia que querían contar, porque Ramón obligaba a que así fuera. Más que sus respuestas a las preguntas de rigor que había que hacerle para justificar la cita, lo que pasaba en el mientras tanto era lo que realmente lo retrataba. El cambio de dirección en los temas, las ocurrencias que aparecían de la nada o sus lamentos de lo mal que le iba en la vida como escritor en el caribe, eran los ingredientes del desorden exquisito que resultaban sus conversaciones.
Orlando Araujo, profesor de Literatura de Uninorte y quien compartió oficina con Ramón por más de una década, en su columna de hoy, publicada en El Heraldo, recuerda que se quejaba porque nadie le paraba bolas, porque le hizo falta viajar o porque no tuvo quién lo descubriera. “Siempre tuve la impresión, sin embargo, de que las facetas más brillantes de Ramón Illán se expresaban en el ejercicio de la conversación desprevenida, en su infinita capacidad de lectura y en la adopción de la risa trágica y desmitificadora como su más eficaz instrumento para interpretar la realidad.
Aunque se quejaba de todo, sabía reírse de sus penas. Zoila Sotomayor, exeditora de la Editorial Universidad del Norte y amiga de Ramón durante muchos años en los que también trabajaron juntos, dice que él comentaba acerca de sus males, sus infortunios, como una forma de quitarles peso.
“Lo contaba para quitarle peso a esa realidad y lo convertía en algo risible por la manera en que lo contaba. También en su obra hay mucho humor. Pero detrás de ese humor hay una crítica y hay un ser humano que se ríe de lo que le sucede, que puede ser terrible, pero él le sacaba la gracia. Ahí está el secreto del sentido del humor suyo: te hacía reír, pero al mismo tiempo te ponía frente a unas realidades”, agrega.
Al respecto, Carmen Elisa Escobar, profesora de Filosofía, lo define como un quejoso encantador. “La primera parte de cada conversación eran sus quejas, pero inmediatamente todo aquello se volvía risa. Me parecía de un valor incalculable encontrarse con alguien que uno sabía que se iba a reír, y de la buena manera. Para mí siempre fue una alegría encontrarme con Ramón”.
En una reflexión que nos compartió en 2017 sobre su estilo narrativo, que los expertos han destacado siempre por el humor y la espontaneidad, decía: “No es un humor de chiste, no quiero despertar la risa, quiero despertar una sonrisa. Cuando escribo solo intento buscarle el lado cómico a las cosas, las otras veces tengo miradas bizcas, por eso veo las cosas de medio lado”, manifestó.
Ramón era un hombre muy querido, algo de lo que a veces él mismo sospechaba, pues era muy insistente en medirse por lo que se vendían sus libros, o, mejor dicho, lo que no se vendían. “Mi novela del 2011 (La mujer barbuda) no se vendió. Como ves, así no le quedan ganas a uno de escribir novelas”, decía en 2013, cuando presentó el libro Había una vez en Barranquilla, selección de columnas escritas por destacados periodistas e intelectuales de esta ciudad. Y remataba su lamento: “Comprenderás que escribir ficción en estos momentos es difícil. Uno escribe porque le da la gana, porque siente la necesidad de hacerlo, pero ya sabe uno que un futuro económico no existe”.
Pese a que se definía como un autor minoritario y marginal, tenía mucho de vanidad cuando contaba que lo habían contactado de Alemania para hacer una película sobre su novela Deborah Kruel o cuando lo invitaban a participar en congresos de literatura en otras ciudades o cuando una universidad del interior lo contactaba para publicar sus libros o cuando estallaba de felicidad porque mucha gente llamaba a conocidos de él para verificar la noticia de su muerte (pues Ramón se había muerto antes en noticias falsas que se propagaban muy rápidamente por los corrillos de la cultura).
Con la vejez le empezaron a llegar homenajes. En 2013, durante el II Congreso de Internacional de Literatura, realizado en Uninorte, se le hizo un reconocimiento a su obra y dedicación a la literatura. En esa ocasión se refirió al asombro que le generaba la serie de homenajes que había recibido en los últimos años. Ese día dijo: “Las carencias que he tenido en la vida no me han impedido escribir y publicar cinco novelas y más de cuarenta cuentos. A mi edad y con los libros publicados he buscado encontrar el significado de la vida, pero lo que nunca he podido hacer es explicármela”.
En 2018 llegaría el homenaje por parte de la Universidad del Norte, por una vida dedicada a las letras. Entonces Ramón, que no se creía nada de lo bueno que le pasaba, empezó a decir que le habían organizado un homenaje para despedirlo con clase. El mismo rector Adolfo Meisel tuvo que hablar con él para aclarar el asunto y garantizarle que él dejaría de ser profesor de esta universidad hasta el momento que así lo decidiera.
En últimas, el escritor sentía que la vida le era mezquina, por lo que no deja de ser irónico que haya muerto justo en un momento en el que pocos podían acompañarlo en su despedida. Será otra deuda que le quedará pendiente con la vida, como las muchas otras que esperemos pueda cobrar con intereses en donde quiera que esté en este momento. Aquellos que lo admirábamos, lo recordaremos en cada obra suya, en cada anécdota vivida en su compañía. ¡Hasta siempre maestro!
Por Jesús Anturi
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